Se esconden. Calle llena de gritos. Me gusta la sombra del patio. No tengo frío. Cae la lluvia. Sin cristales. Ni fuego en el hogar. Olor a cenizas. Se esconden. “No tengo frío. Gracias por el café. ¿Los has visto hoy ?” Hablar sin hablar. Cuatro ángulos labios y colonas dientes. ¿Dónde se esconden ? Perdiste conciencia creo que poniendo el pie derecho en el peldaño número once. Que son, si no me equivoco, veintiséis. Te vi caer. Vi la sangre. Tres chorritos o, mejor dicho, rayitos. El último escalón lleva mis huellas. Se esconden. Un corredor sin luz. Hablan. Yo con los pies en el agua de la fuente sin fuente. Cae la lluvia. Viento y gritos. “No tengo frío. Esperaré. — ¡Pero a qué !” No sé. Estaba esperando. Ocurrió. Sus piernas cruzadas. La camisa se arremolina. “No. No se arremolina. Tienes frío. — ¡Qué no !” Hablan. Gritan. ¿Por qué construyen casas con calle ? Una mujer (no la conozco) sujeta la puerta. Manos a la obra. Otra hurga en la cabellera de una niña que conozco. “¿Quién eres tú ? — ¡Lo sabes muy bien !” Crueldad del saber. Se esconden. Otras manos a la obra. Mi camino hacia la nada. “Es que no vive aquí… — Por eso nos escondemos.” Palabras sin sentido. Vine para amar y amé. ¡Qué derroche de flores ! “¿Quieres una ? — ¡Papá !” ¡Uy ! La no escondida. La que todo lo sabe. Y yo sin adivinar. Cadáver oblicuo. Sonrisa de la podredumbre. Manos aún vivas. Obra inacabada. La acabaré yo. Con este silencio. Y sin tantos gritos. Sin calle. Buena fuente. No sé esperar. No me lo enseñaron. Lluvia fresca. Viento casi tórrido. Son dos navajas. La blanca y la negra. “¡No digas eso, por fa’ !” No lo digo yo. Lo escribió ella. En una novela. Capítulo once. Tenía veintiséis. Falta el último. Ese soy yo. El instante. El instante del instante. Infinito cero. Vino para amar. Tú sabes lo que uno sufra en esta espera. Lo sabes mejor que yo. Y nunca lo dirás. No sabrán nada y por supuesto, el infierno contiene la suerte. Por eso te hace feliz. Un instante. Ella también lo sabía. Parcela del todo.