Con un amigo, Hilarión, cogí el Metro en la Puerta del Sol, Madrid, para ir hasta Atocha Renfe, donde habíamos quedado con otros dos amigos para comer unos palominos a la parrilla en una tasca antigua, de las que quedan pocas, en el Paseo de las Delicias.
Detrás de nosotros, entró un tipejo que parecía clérigo o capellán, que se tocaba sus partes, como preparándose para algún asalto, que nos empujó, a mí precisamente, diciendo :
- Achica, compadre, que se va la galga.
Mi amigo, que es un avispado, le contestó :
- Acá venimos con porras, indicando nuestra mano derecha nuestra bragueta, por si quería batalla.
Él se retiró corrido, pero, en seguida, se puso detrás de un joven de muy buen ver y, antes de arrimarle cebolleta, le puso su mano derecha en el culo, apretando con el dedo medio su Ojete.
Los dos, mi amigo y yo, vimos cómo el joven se ponía colorado, se daba la vuelta, dándole tal hostión que le hizo chocar contra la puerta del vagón, diciéndole :
— A cada puerco no hay plazo que no le llegue.